Una evocación identificativa y emotivo-culinaria de cinco magníficos de la marisquería que tradicionalmente venían y vienen con el otoño. Memoria vigente del quintento costumbrista de la ictiofágia estacional, este trabajo fue publicado hace nada menos que un cuarto de siglo y mantiene toda la frescura, en la revista Andares Gozosos y firmado por su, entonces director, Guillermo Campos.
Son un símbolo del lujo
culinario, la concreción del fasto gastronómico, la sublimación diferenciadora
del festín, la distinción entre la rutina. Son diferentes sus razas
-crustáceos, moluscos, equinodermos- pero todos los unificamos en la estirpe
marisquera.
Los hay en todas las latitudes,
pero nadie ha encontrado más fauna junta, y más sabrosa, que en las costas
gallegas, allí donde el Atlántico doma y es domado.
Estrabón alababa las ostras que
tan deliciosamente sorprendieron a las legiones romanas cuando pisaron las
tierras gallegas, pero hay constancia de que ya la población castreña se
atrevió con estas viandas, cuyos restos incluso sirvieron de mortero a la
muralla de Lugo.
El marisco es, sobre todo, un
fruto goloso en otoño-invierno, tentadoramente lujurioso, idealmente
afrodisiaco. Aquí tienen un pentatlón posible. Y más.
El texto
atesora inéditas emociones y giros creativos inspirados por los moluscos más
populares y deseados del momento, un informe vigente -acaso el concepto
precio/prestigio es lo que ha variado en alguna especie- un cuarto de siglo
después como a continuación reproducimos:
Marisco se escribe con A de
afrodisiaco, con R de recreador de la libido, con S de sabroso, con C de caro,
con O de otoño, y con I de invierno.
Es el tiempo en que en las
latitudes galaicas -marisco, también podría escribirse con G de Galicia, pues
los gestados en esta comunidad atesoran la más acreditada denominación de
origen- su carne está pletórica de sabor y mejor armoniza la calidad y precio
de este símbolo del lujo culinario… aunque hay especies humildes en el mercado
y grandiosas en la mesa, que de todo hemos buscado en esta lonja del
señor.
En las
páginas siguientes el trabajo comentado de Guillermo Campos en Andares Gozosos.
El BERBERECHO,
por ejemplo. Viene a ser una especie de hermano sin estudios de la familia de
los moluscos. Es abundante, popular, recurso recurrido históricamente por las
economías más desprotegidas. Su sabor intenso, incluso recio, sin desodorantes,
parece aportarnos en cambio la medida de la naturaleza sin domar, de los
sabores y aromas puros, la autenticidad puesta en la mesa.
En fresco, seguro que es galego.
Suficiente, entonces, un previo y corto sometimiento al vapor, para que se
entreguen a la gratificante lascivia culinaria.
Es un marisco magnánimo. Sin necesidad de multitudes,
ilustra unos arroces clásicos, llena de contenido una salsa marinera, y además,
por un módico montante, anima la tertulia culinaria o alcanza los honores de un
primero si va a la empanada, especialmente consistente si la harina es de
maíz.
Más delicada es la ALMEJA.
Se me antojan como damiselas guardadoras de recónditos encantos que solo
entregan a manos expertas. Después, en el contacto de la lengua con sus valvas,
con la presión labial, se vuelve tersa como la juventud, y al hincarle el
diente en su gónada… regala entonces una explosión de sabores finísimos,
salados, una entrega total, absoluta, como si la brisa marina invadiese la
cavidad bucal.
Es un molusco de compañía, como
una amiga para ayudar en el guiso de pescados finos, a una salsa verde, en la
moda marinera, gobiernos que ahora se subliman con más sibaríticos retoques,
abiertas al vapor y aromatizadas al limón, o escudando un harén de angulas, de
cocochas y otras amistades golosamente peligrosas.
La almeja fina resulta ser más
educada y longeva. Sería una damisela burguesa, de bien marcadas estrías siendo
galega; la babosa, tiene modales un punto rústicos, es más perecedera pero, por
la exigencia de su consumo inmediato, degustada en el país tiene todas las
garantías de ser galega. Más tarde vendría la moda de “a la sartén”.
Asomémonos ahora -continúa el autor- al reino de los
crustáceos. La NÉCORA, rústica morena, peluda -cuanto más, mayor
probabilidad de que no sea foránea- de carnes prietas y exuberantes sabores,
revoltosa y macizorra. Sus carnes blancas tienen la delicadeza de los moluscos
finos -le gusta mucho la almeja, como a todo cristiano que se precie de paladar
bien educado- sus corales, bajo el caparazón, son yodo delicado, y la emulsión
que lo llena…
Cuando a esta mulata -si tiene una tonalidad pálida, puede
que no sea gallega- inquieta e irascible, la calentamos hasta la cochura, se
torna colorada, roja de voluptuosidad, como una abadesa vestida de púrpura,
parda en sus ropajes inferiores.
Cocida ofrece sus más auténticos encantos, perfumada por el
laurel. Requiere degustación paciente, temple de tocólogo. Aunque también
admite un relleno, sometiéndose después a la doma del horno, simplemente cocida
es un producto slow food.
Compite con la CENTOLA
-el centolo que mal dicen algunos, concepto hoy confuso- en la que
se pueden encontrar, por lo menos, tantos sabores como Cunqueiro encontraba en
la cacheira (cabeza) del puerco, hurgando con lengua experta en las partes
recónditas de su protegido cuerpo.
Sus largas, fuertes y musculadas
patas, encierran bajo su roja y dura coraza, una carne tersa, blanca, suave,
más fraganciosa cuanto más nos acerquemos al caparazón.
Como con la nécora, para la
degustación perfecta de las albas carnes del cuerpo de la centola, es necesario
actuar con dedos diligentes y expertos, separándola con respeto del corsé de
lencería que las envuelve. Ha de ser un rito consciente, pausado sin pausa,
como penetrando en los misterios de una novicia… Músculo prieto, seductor,
elegante y suave, extremadamente delicado, como la piel femenina. Su “caldo”
proporciona insospechados matices sápidos, sensaciones interiores, experiencia
íntima, emoción entrañable.
Hay quien apunta, y con
autoridad, que la centola selecciona, a su buen entender, las algas que
complementan, como aporte vegetal, la degustación, por ejemplo, del pulpo, que
es una de las viandas por las que pierde el sentido (el pulpo, que en gallego
llaman polbo, siente por ella la misma fatal atracción).
Las lleva prendidas en su protuberante caparazón y va
escogiendo las algas según apetencia y conveniencia.
Tal espinosa y vegetal presencia,
junto con la tonalidad oscura de la coraza, son características de la centola
galega.
Aunque en la actualidad también dé gusto a sopas,
macedonias o empanadas, aconsejo comerla previo un hervor, como recién salida
de una ducha caliente…Tampoco varió la conceptuación culinaria sobre la
centola.
Tan sensual, al menos, como la VIEIRA,
esa gran señora de las rías gallegas, tan maltratada por los burdos fogoneros,
en el comprensible aunque equivocado empeño de proteger sus encantos con
innecesarios ropajes varios. Porque no los precisa.
Se vale sola esta señora, lozana
que es, voluptuosa ofreciendo el goce de su entraña enrojecida, fornido que
tiene su fibroso músculo albo, encantos guardados entre el “peine de Venus”,
también, miren que coincidencias, símbolo jacobeo.
Siendo fresca, que es la garantía
de su galeguidade (esto ya no es así, ahora es
congelada la etiquetada), la simple y elemental lubricación con un
aceite cabal, o con unas gotas de limón, es suficiente para encaminar la
doncella al ara del gratinador, al que se entrega gustosa, consciente del
supremo destino gastronómico que ha de proporcionar.
Hay quien las prefiere gozar por
partes, en láminas marinadas, simplemente hervidas con el aliento de la cebolla
o las finas hierbas (la cocina de la modernidad
sí avanzó en el tratamiento de la vieira, controlando punto de cocción e
ingredientes camufladores).
Debe saber el consumidor exigente
que es propio de la vieira gallega, de ría adentro, tener la concha cóncava más
pronunciada. Rotunda nalga, valor añadido pues…
Hay más, muchos más mariscos,
para otras muchas alternativas -casi siempre
con el “imprescindible” laurel de compañía- como en estas mismas páginas
se sugiere, y sin que se complete la agenda.
Aunque es un producto que viaja
-lo hacía, dicen, ya a la Roma del Imperio, y desde luego, escabechado a la
Inglaterra pre y victoriana- conviene acudir al origen y buscar en Galicia las
piezas autóctonas.
Solo así se puede garantizar el
gozoso alcance del paraíso.
Así concluía sus percepciones marisqueras en Andares Gozosos (1995) el director-fundador de HG&T. Insistimos en la vigencia de estos textos apenas alterada por alguna variante social en la consideración del berberecho o las implicaciones de la cocina de vanguardia en puntos y tratamientos como es el caso de la vieira.